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Los misterios de la trufa, desde el antiguo Egipto hasta la actualidad

El origen de este preciado hongo ha sido un enigma desde los más antiguos. Teofrasto las consideró hijas de las tormentas y de los rayos. Dioscórides creyó que eran raíces. Plinio, vicios de la tierra. No faltó quien las consideró agallas producidas por picadura de insecto o incluso parte del reino mineral. Sin embargo, todos descubrieron sus cualidades gastronómicas hasta llegar a considerar la trufa, el diamante negro de la más selecta cocina. Este preciado fruto del invierno [1] se caracteriza por el aspecto globoso, negro, áspero e irregular, añadiendo su prolongado y fuerte olor.

Los antiguos egipcios comían la trufa rebozada en grasa y cocida en papillote, los griegos también la conocían y cuentan que en el siglo IV a. de C., en un concurso gastronómico el premio lo mereció un guiso de carne asado con un relleno de pechugas de faisán y láminas de trufa.

Para los romanos, la trufa de Libia era el mejor manjar en las mesas de lujo. Mientras estas culturas atribuían a la trufa valores afrodisiacos, en la Edad Media se llegó a ver en el hongo poderes diabólicos, pero se seguía buscando y consumiendo, sobre todo entre la nobleza. En el Renacimiento la trufa volvió a brillar desde la cocina francesa, hasta hoy que sigue manteniendo sus privilegios gastronómicos y toda su leyenda de oro negro.

Hoy en dia continua rodeada de misterio. De hecho, la trufa fue conocida en Morella cuando en los años sesenta del siglo XX unos ‘buscadores’ catalanes viajaban a esta comarca para rastrear en estas montañas ‘algo que tenía un fuerte olor’. Esta actividad despertó la curiosidad de los morellanos que descubrieron no sin asombro la trufa y su importancia, y comenzaron a buscarla y recolectarla.

La trufa negra o de Perigord, conocida como ‘el oro negro de Morella’, nace en las entrañas de la encina, estableciendo una simbiosis o micorrizas de la que se benefician tanto el hongo como la planta leñosa. La presencia de trufas en un árbol se aprecia por los síntomas que surgen en la tierra, con la aparición de ‘calveros o quemados’ donde no crece vegetación.

Las condiciones climatológicas han de ser muy precisas para el desarrollo del fruto. Sus necesidades hídricas precisan humedad en primavera y verano y, además, desarrollarse en zonas altas y frías. Este proceso es vigilado y los árboles truferos son cuidados con celo por sus propietarios que siguen buscando el fruto con la ayuda del olfato de los ‘perros truferos’, adiestrados especialmente para esta misión.